por Daniel C. Bilbao
La tortura es una práctica cotidiana y sistemática en cuarteles y comisarías de nuestras democracias occidentales. Pero también se tortura en fábricas, escuelas y hogares. Nos basta nuestra propia experiencia para conocer la existencia de esta práctica. La violencia es intrínseca a la condición humana, y su degradación y refinamiento supremo es la tortura. Lo curioso es que mientras se simula condenar la tortura como método en el ámbito de las políticas represivas de los estados, se admite como fórmula de castigo en el plano moral, desde lo religioso.
La Iglesia Católica -esa asociación ilícita-, pregona desde sus orígenes la existencia de "un dios de ira" y espantosos métodos de castigo. Basta leer la Biblia para enterarse de cómo terminaban aquellos que debían padecer la mala uva de Yahvé. En la religión, la idea del "pecado", lleva asociada la del castigo, considerado un derecho que se arroga la iglesia y que a lo largo de la historia sirvió para justificar exterminios masivos de herejes o disidentes, fueran estos cátaros, brujas o ejércitos opuestos a los intereses de los jerarcas del cristianismo. En el Deuteronomio -digamos a modo de ejemplo-, amenazan a quienes violen sus mandamientos con tales privaciones que la mujer más buena se comerá a sus hijos a escondidas del marido para no compartirlos. En esta misma sección del libro "sagrado", se dice: "¡Justicia, justicia perseguirás!" Interpretado con el mesianismo propio de estas concepciones desprovistas de racionalidad, se pueden alcanzar los mayores desvaríos.
Donde la religión y la tortura se tocan hasta asociarse en un canto apolegético es en la idea del Infierno. Desde hace siglos, el catolicismo nos tiene anoticiados de que todos aquellos que no sostengan esta fe, o que aún teniéndola no cumplan acabadamente sus preceptos, al morir irán directamente a sufrir los más horrorosos sufrimientos en un lugar llamado Infierno. La propia descripción que hacen de este lugar dejaría como un dibujito animado las historias de los campos de concentración nazis o los de exterminio de la dictadura argentina de 1976.
La tortura es pregonada por esta asociación ilícita como un método justo de sanción a quienes ellos mismos definan como "pecadores". Se absuelven a si mismos trasladando la responsabilidad al dios todopoderoso, magnánimo, bondadoso, que nos ama a todos, pero que por razones de seguridad y de justicia dispone de un sitio donde millones y millones de almas están padeciendo -y padecerán por toda la eternidad- el dolor y la desesperación de los mayores desgarramientos físicos y morales.
Esta amenaza cotidiana es demencial, pero ha sido exaltada por los más grandes pintores. Miguel Angel, el Giotto, Frá Angélico, describieron el Infierno en expresivos trazos, configurando estas pinturas una verdadera promoción de la tortura, como legitimación del derecho a torturar que tiene el poder. Recordemos que los reyes decían que su poder era de origen divino. Todo el arte religioso del Renacimiento es un canto a los crímenes que figuran en la Biblia, como el Diluvio o el Juicio Universal. Visítese la Capilla Sixtina y se verá este espanto en todo su esplendor.
Es posible preguntarse cómo pueden defenderse los derechos humanos en la Tierra, al mismo tiempo que se los viola eternamente en el más allá. Sin embargo, también nos reservan demostraciones de castigos terrenales. No hace mucho tiempo, afirmaban que los "indios" no tenían alma y podían ser tratados como animales, o financiaban ejércitos que irían a exterminar herejes, para después terminar bendiciendo cañones que aniquilarían a los "rojos" o aprobando la invasión y genocidio de los pueblos musulmanes. Entre la idea del Infierno y aquella encíclica que dio el papa Inocencio III, de la cual surgió el "Manual de Brujas", y la actual confección de listas de organizaciones "terroristas" para avalar los infiernos de Guantánamo, Abu Graibh o los cuarteles de la Guardia Civil, hay un hilo conductor.
No debe extrañarnos que un presidente como George Bush invoque a Dios y autorice la tortura. De eso se trata, de la íntima relación existente entre el poder y la iglesia. La religión al servicio del poder, no sólo como opio, sino como práctico método para matar, para atemorizar, para someter.
martes, 20 de enero de 2009
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